Casi una década después de ser repudiado por las multinacionales farmacéuticas, el científico colombiano de 60 años anuncia que en cuestión de meses estará lista su nueva y definitiva vacuna sintética contra la malaria. Su intención es ceder su descubrimiento a España, asegura en exclusiva a Magazine.
Medio siglo después, frente a la selva amazónica, el doctor Manuel Elkin Patarroyo todavía recuerda el día en el que su padre le abrió las puertas del conocimiento. Como a su imaginario compatriota de Cien años de soledad, sucedió de repente, al abrir el pequeño cuaderno de tiras cómicas que le dejó sobre su cama cuando cumplió los 9 años. El título prometía: Luis Pasteur, benefactor de la humanidad e inventor de vacunas. Entre aquellos dibujos, y nada más pasar la primera página, el colombiano más recordado del mundo después de García Márquez supo por fin lo que quería ser en la vida: inventor de vacunas.
Su Macondo está en Leticia, la única ciudad de Colombia que presume de pacífica mientras el resto se desangra bajo los males de siempre. Aquí, en el trapecio amazónico que forman las fronteras de Perú, Brasil y Colombia, se vive y se deja vivir, se imagina y se deja imaginar, se inventa y se deja inventar. De sus calles, cerca de la plaza de Orellana, en el laboratorio del doctor Patarroyo, surgió hace 20 años media vacuna –media porque su efectividad no supera el 50%– contra la epidemia más grave y menos rentable de la Humanidad: la malaria.
El parásito mata cada año a tres millones de personas, la mayoría niños, en países del Tercer Mundo. Un ser humano menos cada 10 segundos. «Estamos a punto de obtener la otra media. Pero el bicho lleva 75 millones de años mamando gallo y no es tonto. No se deja estudiar fácilmente», asegura mientras nos enseña una foto del presunto. Es feo a rabiar y tiene forma de pera. Nos referimos al plasmodium, el bicho en cuestión que transmite el mosquito llamado anopheles, que para más de 2.000 millones de personas en el mundo es lo mismo que mentar al diablo.
Patarroyo, que nunca ha padecido una malaria, habla de él con entusiasmo, nos cuenta sus anécdotas vitales, sus juegos de escondite, sus intentos de engañarle por todos los medios, sus transformaciones cuando está acorralado: «Le conocí cuando yo tenía 17 años y espero llegar a los 85 para derrotarlo definitivamente», dice con un optimismo contagioso.
Patarroyo, que nunca ha padecido una malaria, habla de él con entusiasmo, nos cuenta sus anécdotas vitales, sus juegos de escondite, sus intentos de engañarle por todos los medios, sus transformaciones cuando está acorralado: «Le conocí cuando yo tenía 17 años y espero llegar a los 85 para derrotarlo definitivamente», dice con un optimismo contagioso.
Manuel ha cumplido los 60 pero se mueve como un adolescente. Está impaciente por nuestro retraso en la cita. «No se asusten pero soy muy mandón. Me gusta y es la única forma de que funcionen las cosas. Tengo mucha gente dependiendo de mí y poco tiempo para atenderlo todo», se excusa con exquisita educación. Porque el inventor de la primera vacuna contra la malaria es, ante todo, educado además de dicharachero y atento, muy atento a todo lo que pasa a su alrededor. E insomne. Asegura no dormir más de tres o cuatro horas diarias. Quizá le venga de los tiempos en los que se pasaba las noches en vela leyendo las biografías de Robert Koch, descubridor del bacilo de la tuberculosis, o de Amauer Hansen, del de la lepra. Para él las noches tienen muchas horas, demasiadas para no aprovecharlas.
Su laboratorio de Leticia no tiene cartel a la entrada. Cuando lo compró, hace 25 años, era un zoológico en desguace. Desde la verja se ve un bonito y frondoso jardín. Es el propio doctor quien lo cuida. Hay decenas de plantas catalogadas y flores nativas de colores extremos. Entre sus pétalos, Patarroyo desgrana moléculas, repasa gráficas y desmenuza imágenes en forma de tubos de ensayo cuando visita a los 600 «humanitos», como llama a los monos que tiene en sofisticadas jaulas para investigar en ellos los efectos de sus vacunas.
«Viven bien. Los tenemos aquí tres meses y después los devolvemos al mismo sitio donde los capturamos. Árbol por árbol. Y totalmente sanos. Son nuestra gran ventaja», confiesa el doctor paseando entre las celdas. Bautizado como Aotus (sin orejas) por Humboldt en 1804, esta especie de mono amazónico es el único animal, junto al hombre y al gorila, que desarrolla la enfermedad de la malaria. Los norteamericanos lo descubrieron hace medio siglo y desde entonces se los llevan a manadas a sus laboratorios de Estados Unidos. Cada uno les cuesta 3.000 dólares (entre transporte y mantenimiento) «frente a los 50 que nos gastamos aquí. Por eso nuestra vacuna es infinitamente más barata. Pero ellos les matan y nosotros no. Es el precio».
Patarroyo alardea continuamente de lo querido que es en España –viene tanto que incluso se ha comprado un piso en Madrid–, y de su amistad con la Reina. «Con doña Sofía mantengo una relación desde hace 20 años y la adoro. Ella ha apoyado siempre mis investigaciones, en los momentos más duros, y asiste a mis conferencias. Es magnífica, como persona y como Reina», asegura.
Pero lo que más le enorgullece es el premio Príncipe de Asturias que recibió en 1994 y que, no se cansa de asegurarlo, tiene más valor para él que el Nobel «porque es sentirse reconocido por los de casa». Como recuerdo menos grato hacia su hispanidad está el embargo al que le sometió el BBVA en 2001 sobre la sede de su laboratorio en Bogotá, ubicado en el antiguo hospital de San Juan de Dios, y que dejó a 160 de sus científicos en la calle. «Sobrevivimos gracias a las ayudas de los amigos, pero fue el momento más duro de mi carrera», recuerda el doctor, que tuvo que hipotecar sus propiedades para pagar las deudas.
Proyecto familiar. Su mujer, María Cristina, directora de la sección de Pediatría del hospital más importante de Colombia, sólo aparece en momentos discretos. Ella también forma parte del equipo de Patarroyo. Atiende a los invitados, lleva la casa, acompaña a su marido y mantiene un contacto estrecho con los tres hijos del matrimonio: Manuel Alfonso, 33 años, médico científico como el padre; María Cristina, de 30, pediatra como la madre, y Carlos Gustavo, de 27, el filósofo de la familia. «Siempre digo que soy millonario por ellos, no por lo que tengo. Mi mujer sacrificó parte de su carrera para sostener la familia, educó a nuestros hijos y sin ella no habría aguantado toda la bronca que se montó con lo de la vacuna. Por lo demás, tengo amigos, reconocimiento profesional, salud y dinero. Por eso todos los días me arrodillo en la ducha y, desnudo, doy gracias a Dios», asegura Manuel piadoso mientras bromea con su esposa sobre el vestido que lleva.
La «bronca», como él dice, surgió el 13 de agosto de 1987 cuando la biblia de las revistas científicas, Nature, publicó los resultados de la primera vacuna contra la malaria de la historia, la suya, bautizada como SPF66. Esa fecha fue uno de los 100 acontecimientos más importantes de la parasitología desde el 1.500 antes de Cristo, según la revista norteamericana Parasitology.
Además de demostrar una efectividad apreciable frente a la malaria, su vacuna fue también la primera sintética de la historia. Al poder fabricar las moléculas en un laboratorio, sin necesidad de cultivar microorganismos vivos como la biológica, la vacuna sintética es mucho más barata, fácil de producir y almacenar. Una enorme ventaja para los países pobres.
Además de demostrar una efectividad apreciable frente a la malaria, su vacuna fue también la primera sintética de la historia. Al poder fabricar las moléculas en un laboratorio, sin necesidad de cultivar microorganismos vivos como la biológica, la vacuna sintética es mucho más barata, fácil de producir y almacenar. Una enorme ventaja para los países pobres.
También supuso la eclosión de Manuel Elkin Patarroyo a nivel mundial. Las grandes multinacionales farmacéuticas hicieron cola a su puerta para conseguir la exclusividad de la patente. Hasta 60 millones de euros le ofrecieron. Pero él dio el campanazo al ofrecerla gratis a la Organización Mundial de la Salud, OMS, a cambio de que garantizase que no iba a haber afán de lucro en su fabricación y distribución. «La diferencia estaba en que la nuestra costaba un dólar por dosis mientras que la de los laboratorios no hubiese bajado de 30. Multiplique esa cantidad por 2.000 millones de personas y verá que es mucho dinero para dejarlo escapar sin una pequeña protesta...», recuerda irónico el doctor.
Este gesto, paradójicamente, supuso un aumento proporcional de sus enemigos en la comunidad científica internacional que le acusaron de falta de rigor científico. Pero la sospecha de que esa fama fue orquestada por las mismas compañías a las que devolvió sus cheques en blanco, le elevó a los altares de los modernos quijotes del siglo XX del pueblo llano. Lo que no es poco.
Siempre se ha dicho que las grandes compañías no ven con buenos ojos los experimentos de los investigadores del Tercer Mundo. Quizá tenga que ver con el hecho de que actualmente sólo existan 13 vacunas para luchar contra las 517 enfermedades infecciosas detectadas hoy en el mundo. Patarroyo trabaja en cuatro de ellas: malaria, lepra, tuberculosis y papiloma humano. Por algo quería ser inventor de vacunas...
Siempre se ha dicho que las grandes compañías no ven con buenos ojos los experimentos de los investigadores del Tercer Mundo. Quizá tenga que ver con el hecho de que actualmente sólo existan 13 vacunas para luchar contra las 517 enfermedades infecciosas detectadas hoy en el mundo. Patarroyo trabaja en cuatro de ellas: malaria, lepra, tuberculosis y papiloma humano. Por algo quería ser inventor de vacunas...
Manuel recuerda perfectamente ese momento de todo científico en el que su cerebro se alteró cuando encontró la solución al problema que lo inmovilizaba desde hacía años. «Una noche de 1985 estábamos desesperados porque no conseguíamos avanzar. Entonces, casi a punto de tirar la toalla, fuimos a jugar al fútbol a la playa. De vuelta al laboratorio a alguien se le ocurrió mezclar los péptidos de una fórmula y encontramos el camino. Fue un milagro. Un año después teníamos una aproximación a la vacuna», recuerda.
Los primeros en recibirla fueron 11 soldados voluntarios que trabajaban con él en el laboratorio. El propio Manuel se inoculó la duodécima dosis. La mitad no desarrolló la enfermedad. El problema surgió cuando uno de los otros casi se muere. «Si no se pone remedio, la malaria te puede matar en una semana. Su nivel de infección se multiplica por 50 cada dos días. Y cuando llega al cerebro, se acabó. Lo de aquel voluntario fue la volteada más grande de tripas de mi vida y donde me di cuenta de que la frontera entre ser un santo o un asesino es muy frágil».
La reaparición de la malaria en Estados Unidos, de donde se creía erradicada desde 1950, con su primera cosecha de víctimas en San Diego (California), hizo que la malaria volviese a ser noticia. Pero el jarro de agua fría llegó en 1998, cuando un informe de la OMS concluyó que la efectividad de su vacuna no pasaba del 35%, dando al traste con las esperanzas que habían depositado en ella (no se llegó a producir).
«Hace un siglo, los hermanos Wright consiguieron que el aparato que inventaron volara apenas 100 metros antes de estrellarse. A eso le llaman hoy el avión. La malaria ha matado en la última década más niños que en todas las guerras habidas en este periodo juntas. Y, de momento, mis resultados dicen que la tercera parte se salvarían. Si ese porcentaje lo aplicásemos al sida por ejemplo, una enfermedad que también afecta a los ricos, sería una panacea. ¿Por qué entonces tanta discriminación?», se pregunta el doctor.
«Hace un siglo, los hermanos Wright consiguieron que el aparato que inventaron volara apenas 100 metros antes de estrellarse. A eso le llaman hoy el avión. La malaria ha matado en la última década más niños que en todas las guerras habidas en este periodo juntas. Y, de momento, mis resultados dicen que la tercera parte se salvarían. Si ese porcentaje lo aplicásemos al sida por ejemplo, una enfermedad que también afecta a los ricos, sería una panacea. ¿Por qué entonces tanta discriminación?», se pregunta el doctor.
Fue entonces cuando Patarroyo decidió replegarse sobre sí mismo, silenciar su criticada vehemencia y no volver a anunciar nuevas perspectivas de éxito hasta no tenerlas todas consigo. Y parece que ese momento ha llegado. «Todo el mundo pensó que estábamos derrotados pero lo que pasó es que necesitábamos tranquilidad para poder avanzar. Y cambiamos el concepto. Ya que no podíamos crear una vacuna universal para todas las enfermedades, sí podíamos buscar un principio universal que permita fabricar nuevas vacunas sintéticas. Ése es el origen y el fin de la Colfavac (Colombian Falciparum Vaccine), como he bautizado a la nueva vacuna que pienso sacar el año que viene. Aspiramos a que tenga, por lo menos, el 80% de efectividad, lo que sería suficiente para erradicar la malaria de la faz de la Tierra», anuncia ceremonioso antes de que le hagamos la pregunta del millón.
¿Donará de nuevo la patente a la OMS? Patarroyo, descalzo, relajado, cierra los ojos por un instante y responde con un «no» tajante, cortante, seco. «Al final resultó que sus responsables también son prisioneros de las multinacionales y de los códigos del Medical Research Council. Mi pretensión para esta segunda vacuna es cederla a ustedes, los españoles, al país al que tanto debo para que, junto a Colombia, la repartan por todo el planeta a un precio simbólico. Mi sueño es ofrecérsela a un consorcio público hispano-colombiano y ya estoy en contacto con ambos gobiernos para ello».
Llegó el momento de hablar de dinero. Patarroyo confiesa que el Gobierno de Colombia, tras invertir 32 millones de dólares en las últimas tres décadas en esta vacuna, no tiene este año presupuesto para ella. «Todo va para la guerra. Y ahora tenemos que sacar de algún sitio los cinco millones de euros que nos iban a dar para acabar de encontrarle las manitas al bicho».
Estos días se encuentra en España para reunirse con la secretaria de Estado para la Cooperación, Leire Pajín, por si nuestro Gobierno se los da. En los últimos meses ha recibido varias propuestas de empresarios españoles dispuestos a financiarle «pero siempre pretenden un pedazo del pastel. Recientemente mi amigo Carlos Slim, el que dicen que es el hombre más rico del mundo, se ha ofrecido a sufragar la producción de la vacuna completamente gratis. Ese puede ser el camino siempre que sea una donación».
Estos días se encuentra en España para reunirse con la secretaria de Estado para la Cooperación, Leire Pajín, por si nuestro Gobierno se los da. En los últimos meses ha recibido varias propuestas de empresarios españoles dispuestos a financiarle «pero siempre pretenden un pedazo del pastel. Recientemente mi amigo Carlos Slim, el que dicen que es el hombre más rico del mundo, se ha ofrecido a sufragar la producción de la vacuna completamente gratis. Ese puede ser el camino siempre que sea una donación».
Nos despedimos de Patarroyo en la cubierta de su barco. Es una motora blanca con la que suele navegar por el Amazonas hasta la Isla de los Monos para soltar a sus primates. A veces llega hasta Puerto Nariño, una bella ciudad ribereña en la que trabaja para controlar una epidemia de papiloma humano entre sus mujeres. Ocio y trabajo en la misma cubierta. Viste una guayabera blanca, como los personajes de García Márquez. Y, viéndole en pie, sobre la proa de su yate amazónico, perfilado por la brisa en el contraluz del mediodía mientras se aleja río arriba, da para pensar que el doctor se salvó del pelotón de fusilamiento. No hay soledad que cien años dure...
Fuente: http://www.elmundo.es
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